Detuvimos las cuatrimotos al llegar frente a una cabaña, en medio de la nada. A esa hora, el sol crepuscular iluminaba la arena, fundiéndola en lo dorado del océano, dibujando una aridez inmensa. Alguien gritó, “¡ya voy!” al ver que Danny insistía golpeando el barandal de madera. Era el dueño del local, quien se sorprendió al ver a cuatro individuos a la puerta de su negocio, en esa época del año. Ahí estaba yo, de rasgos indígenas, sentado en una mesa. Conversando con los que me ayudaban en la búsqueda, y con el propietario del lugar, que como ellos; también era de antepasados negroides.
El hombre nos escuchó atento y se comprometió a estar al pendiente, e inclusive. Dijo que su esposa y él, ya en otras ocasiones habían velado cuerpos, o partes de ellos, cuando nadie los reclamaba. Al beber de mi cerveza, me perdí en la inmensidad del océano, y pensé que quizás ese sería tu destino. Por sus anécdotas, me consoló saber que después de un rosario los dejaban sepultados frente al mar, para que su alma tuviera un descanso eterno. Tras unos minutos, le dimos las gracias y nos encaminamos de nuevo a la arena. Con trabajos logré treparme a la cuatrimoto, pues mi rodilla estaba desecha. Al desplazarnos hacia el norte, rumbo a Acapulco, estaba atento a lo que me decía el conductor: “para nosotros es normal este tipo de cosas, es el deber de los que vivimos en la Costa Chica”. La noche nos alcanzó y solo veíamos lo que permitía la farola.
Se divisaban troncos expulsados por las olas, huellas de tortuga y también de los que recolectaban sus huevos. De cuando en cuando nos topamos a algunos de ellos, y recelosos, se alejaban pues temían que fuéramos de la marina. Ocasionalmente aparecían caparazones esqueléticos durante el trayecto, lo cual me indignó. "Esas son presas del cuchillo de alguien hambriento, o con hijos enfermos, sin dinero para las medicinas", me decía el conductor, asegurándome que la mayoría las protegía. Era un lugar ignorado por nuestros gobernantes, una raza olvidada por nuestro pueblo. Por alguna razón me sentía en casa. Pues tenía que regresar a un hogar solitario, consciente que donde vivía era una tierra de criollos y mestizos y yo, me iba a sentir fuera de lugar, como dijeran los de la Costa Chica cuando bromean, tan solo: “como cosa perdida”.